Valentín, que tomaba jugo a upa de una tía, rodeado de algunas otras tías y su mamá, se detuvo unos segundos y observó que éstas conversaban entre ellas, reservando para él apenas unas caricias distraídas. Acto seguido prorrumpió en llanto, y estriando los brazos hacia su mamá, arrastró las palabras: ”Quiero ver a mi tío Rubén…"
Yo lo vi sin que él me viera, mientras mi abuela me hablaba de cosas que no me importaban con los ojos hinchados y un sánguche de roquefort a medio comer. Lo peor era que solo dejaba de hablar para morder el sánguche, y mientras masticaba sostenía todo el tiempo el dedo índice sobre sus labios y pérdidos los ojos en un córner superior. En esos momentos, como no tenía que escucharla, tenía que mirarla, y la imagen me resultaba repulsiva. Todo en general era repulsivo. Si bien profundamente triste por la muerte de su nieto, estaba chocha; era prácticamente el principal centro de atención de la cochería.
Evitando la imagen de mi abuela tragando con dificultad un pedazo de sánguche de miga, mis ojos se distrajeron algo mas allá, donde mis hermanas conversaban, justo cuando Valentín dejaba escapar su tiernísimas palabras y lloraba amargamente en los brazos de su madre: "Quiero ver a mi tío Rubén..."
Mi primera intención fue acercarme y decirle: "Vení, mi amor, vení con la tía Caro," y llevarlo entonces a mi cuarto, sentarlo en la cama, y decirle que no se hiciera el pelotudo. Si el pendejo podía urdir su comportamiento de tal manera, no había razón para tratarlo como un pequeño capullo. El primogénito de mi hermana Clara había visto a su tío Rubén en una sola ocasión, durante un almuerzo, en el que él aún comía puré de zapallo porque no tenía dientes. Inocente de la gravedad de la situación, y fiel a su costumbre, pretendía manipularla para tener a toda la ancianada a sus pies, y comer más caramelos y papas fritas y tomar más vasos de coca cola que de costumbre.
Sin embargo, sofocada por mi carga genética, respondí a ese impulso llevándome a la boca medio sánguche de forma tan violenta que me mordí un dedo. Los ojos se me llenaron de lágrimas. El mío por lo menos era de tomate.
En ese momento, la calesita propulsada a pedos en la que bailaba la mente de mi abuela notó que mi atención se desviaba hacia otro lado. No tuvo que hacer grandes esfuerzos para adivinar que lo miraba a Valentín, su rival, la otra reina en el carnaval que se me hacía el funeral de mi hermano. Por suerte, eso hizo que se callara. Reflexionó un instante, y luego emitió: "Pobre hijo, Dios Santo. Yo no sé porque no se lo dejaron a alguien. No es lugar para una criatura." Y dale con la palabrita. Acto seguido, caminó hacia allí enjuagándose las lágrimas con la servilleta llena de roquefort, y extendiendo lo brazos hacia la criatura le dijo: "Vení, amor, vení con la Abu."
La miga de pan y la furia formaron un nudo en mi garganta. "Que vieja zorra," pensé.
Valentín, cuando intuyó que su bisabuela se acercaba con intenciones de minar su protagonismo, se dio vuelta, le propino un manotazo en la cara, y comenzó a sacudir sus piernitas golpeándole las tetas. Esto fue interpretado como otra expresión de dolor y tristeza, y desató aún más lágrimas en el círculo de tías. Mi hermana Clara, su mamá, le contuvo las piernas con delicadeza y le dijo con acento dramático: "No, mi amor, no. No te pongas así, ¿querés un caramelito?"
Mi abuela, a modo de revancha, intervino: "Dejalo, pobrecito." Todos lloraron aun más. Y luego mi abuela añadió tácticamente: "¿Por qué no te lo llevas de acá, Clarita?"
"Qué vieja hija de puta," - volví a pensar. - "Y qué pendejo de mierda."
Clarita le hizo señas a su esposo. "Tráeme el bolso, gordo, que me voy a casa con el nene." Al oír de su inminente destrono, Valentín lanzó unos llantitos agudos cuidándose de balbucear inteligiblemente su nueva llave mágica para hacer lo que se le diera la gana. "Quiero ver a mi tío Rubén..." Sus papás trataron de tranquilizarlo unos minutos con oraciones cortas y promesas que recibían como respuestas más llantitos y pataditas. "Me quiero quedar acá."
Cuando su papá volvió a la ronda de hombres jóvenes y Clara apoyó el bolso en el suelo, Valentín dejó de llorar y se bajó de su madre muy orondo en busca de chisitos y coca cola.
La vieja había querido primero aliarse con su rival, subestimando la capacidad calculadora de la criatura. El mocoso, ágil, no compartiría con la vieja el poder y el protagonismo que le conferían sus palabritas mágicas.
La siguiente movida de la vieja había sido tan hábil como evidente. Utilizar la compasión para tratar de borrar al mocoso del tablero por completo. Pero ante el jaque que le presentaban los infalibles caprichitos de la criatura, mi abuela no pudo menos que fingir un desmayo.
Durante todo ese tiempo me había quedado sola, observándolos inmóvil con medio sánguche en la mano y la mente en blanco. Mi mamá, verdaderamente destruida y confundiendo mi gesto con uno de dolor, se me acercó y me abrazó. Me hubiese gustado poder consolarla, pero todo el tiempo que duró el abrazo permanecí de brazos cruzados, atontada e incómoda, mirando fijo el tomate que se resbalaba. Después me soltó y me quiso dar un beso en la frente, pero casi sin querer ejercí una especie de resistencia llevándome apresuradamente el resto del sánguche a la boca. Con amor y torpeza, me tomó de la nuca, empujó mi cabeza hacia abajo, me dijo algo de dios, y me dio el beso.
Entonces llegaron los pastores a bendecir el alma de mi hermano Rubén, que no creía en dios, y a pedir que unos ángeles (sic) se llevaran su alma al cielo, lugar del que nos reímos juntos las pocas veces que pudimos ponernos de acuerdo en algo.
Desde luego que la muerte de mi hermano me había golpeado, pero todo el circo nauseo que se desarrollaba no me dejaba sentir con claridad. Yo era nueve años menor que él, y pese a que para mí siempre había sido un idiota, un romántico en el sentido más pelotudo de la palabra, yo le tenía un respeto y un cariño extras porque estaba exento de todo tipo de hipocresía.
La verdad es que no sé, a veces me sentí culpable y esbocé inútilmente en dos o tres divanes distintos algunos razonamientos para explicarme por qué estas cosas me enferman. La impresión de asco me resulta tan genuina e intensa que llega a transformarse en una fascinación. Mi último mentor fue un libro chino, y por ende ahora supongo que me hace mal ver a otros deformando y coartando el fluir de un Todo del que formo parte.
Y entonces sigo comiendo sánguche tras sánguche, para no tener que abrir la boca y mandarlos a todos a la mismísima mierda. A ver si todavía forman un círculo de consuelo a mi alrededor y les gano la partida.